Por: Juan Pablo Zangara
(Especial para Noticias Veloces.)
1. Speed. I’m speed, repite como un mantra Rayo McQueen antes de
que sus ojos se abran (y con ellos se ilumine la pantalla) en el comienzo de Cars,
esa joya animada de John Lasseter. No dice “soy rápido”: dice “soy velocidad”.
Lo suyo no es un accidente, es la sustancia misma de su ser; pero tan apurado
está por quemar etapas que confunde las cosas. Hay que cuidarse de perseguir
algo velozmente, porque podemos rebasarlo, “pasar de largo”, fácilmente. Ser un
campeón, además, como le enseñará el legendario Doc Hudson allá en el perdido
pueblito de Radiator Springs, poco tiene que ver con ganar una carrera o firmar
contratos rutilantes.
Las carreras hay que ganarlas, claro. Pero no siempre es una cuestión de
velocidad, una de las moralejas que deja la fábula de otro film, Turbo,
la del caracol convertido en un cohete que termina en las 500 millas de Indianápolis
peleando el podio con el malvado Goyo Ganador. Y no es que al gasterópodo
protagonista no lo subyugue la “aterrorizante velocidad”. That snail is
fast! (“¡Ese caracol es veloz!”) dicen estupefactos los espectadores, al
igual que el estribillo de la canción que suena con los títulos finales.
2. No debería asombrar a nadie que una razón filosófica como esta sea
sugerida por un film de animación: somos velocidad. La velocidad, la
rapidez, la aceleración, el vértigo, ya no son cualidades accidentales del
mundo humano (como podían serlo en otro tiempo histórico), sino vectores fundamentales
de la vida cotidiana en estos días de capitalismo global. Por cierto, ha sido
necesaria la invención de la máquina según los términos de la “revolución
industrial”; de los combustibles fósiles a la electricidad, la energía solar o
la nuclear, la aceleración de la producción humana no ha sabido detenerse. Más
rápido cada día. El frenesí, claro, no ataca sólo a la industria, sino al
entero entorno de la civilización ultramoderna. Las cosas no se quieren pronto:
se quieren ahora, ya, “para ayer”. Las fuerzas de la velocidad desatada, que
hacen estallar las coordenadas espacio-temporales de la experiencia (con lo que
alcanzan una dimensión metafísica ineluctable), se han vuelto más que humanas:
inhumanas, anti-humanas, post-humanas.
El salto evolutivo está en marcha con las “autopistas de la información”
(en la denominación ya está sugerida la velocidad del procesamiento y la
circulación de datos). ¿Qué lugar le tocará al caracol humano en este universo
de la antimateria?
3. El ojo necesita del tiempo para componer la visión. Lo que no consigue
ver porque de tan rápido se le escapa (el movimiento de las aspas de un
ventilador o los rayos de una rueda, el aleteo de un colibrí, cada instante de
la trayectoria de una flecha), lo recompone uniendo los pocos fragmentos que
consigue capturar, o simplemente lo supone. Sólo un dispositivo, una máquina de
visión, permite contemplar lo que para el ojo no existiría. Otra manera de
decir esto es que la velocidad hace desaparecer las cosas. (Estética
de la desaparición se titula, precisamente, el ensayo de Paul Virilio sobre
estas cuestiones.) Es lo que nos hacen creer los magos y los prestidigitadores,
cuando sus trucos se despliegan más rápido que la vista. Ahora lo ves, ahora
no. Un mundo veloz es también un mundo hecho pedazos, porque los objetos
no pueden ser captados en su totalidad si el ojo no dispone de tiempo. Si estos
apuntes estuvieran en lo cierto, ¿no será que la velocidad es aquello que no
puede verse?
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