Por: Juan Pablo Zangara
(Especial para Noticias Veloces.)
Este enorme aporte al
blog es mucho más que reconocido teniendo en cuenta no solo la amistad que nos
une con el redactor, sino la capacidad de sorprenderme en cada entrega desinteresada
y en todos los casos apelando al análisis cultural y relacional entre la
ficción, la literatura y el conocimiento científico.
1. “Y aquí están de nuevo, el más osado grupo
de pilotos de carreras del mundo en sus autos locos, compitiendo en las
carreras más peligrosamente divertidas de la historia. Ya se acercan a la línea
de salida. En primer lugar viene Pedro Bello en su auto Súper Heterodino; lo
siguen Brutus y Listus en su Troncoswagen; en tercer lugar, el Súper Chatarra
Special; y en cuarto, la Antigualla Blindada, guiada por Mathew y sus
pandilleros. Y ahí va ese súper cerebro, el profesor Locovich, en su auto
convertible. Ah, y ahí está la hermosa Penélope Glamour, la encantadora reina
del volante; la siguen los hermanos Macana, Pietro y Rocco; detrás de ellos
viene el Espantomóvil de los tenebrosos; y enseguida el Stuka Rakuda del barón
Hans Fritz. Con el número 8, el Alambique Veloz de Lucas y el oso miedoso. Oh,
y ahora se acerca el Súper Ferrari, conducido por ese par de malosos, Pierre
Nodoyuna y su diabólico perro Patán. Se preparan para la salida y… ¡arrancan!”.
Una
treintena de episodios, producidos por William Hanna y Joseph Barbera entre 1968
y 1970, bastaron para convertir a la serie animada Los Autos Locos (inicialmente, una parodia del filme La carrera del siglo, de 1965) en una de
esas experiencias en las que aprende a reconocerse una generación. Si se
observa con atención, es fácil advertir en cada coche una “w”, que remite al
título original, Wacky Races (algo
así como “carreras chifladas”). Es la misma chifladura la que impulsa las
trampas con que el Coyote intenta atrapar -sin suerte- al Correcaminos (otro cartoon que transcurre en las rutas), o
que anima las tramas lisérgicas de La
Pantera Rosa (ah, el espíritu de los sesenta).
2. Dos mecanismos
sostienen la intriga de cualquier capítulo de Los Autos Locos. El primero pasa por las dificultades que el camino
les presenta a estos intrépidos pilotos: en un recorrido geográfico que se permite
todas las licencias que hagan falta, cada carrera se desarrolla en las rutas norteamericanas
y atraviesa así estado tras estado (¿y no fue así como nació nuestro Turismo
Carretera?). El segundo pasa por las trapisondas que pergeña el villano
Nodoyuna para complicar a sus adversarios y sacar ventaja, aunque sólo consiga
llegar siempre último a la meta (porque él mismo termina siendo la víctima de
sus engañifas).
La
razón de estos autos locos reside, sin duda, en la simbiosis entre cada piloto
y la máquina que conduce, como si ésta fuera una manifestación plástica de su
identidad. Los cavernícolas hermanos Macana empujan a puro mazazo un coche con
forma de roca. El móvil del leñador Brutus (cuyo copiloto es un castor) está
hecho, claro, de leños, y sus ruedas son sierras. El campesino Lucas maneja
(¡con los pies descalzos!) sentado en su hamaca, y es impulsado por un viejo
alambique. El “convertible” del profesor Locovich puede, efectivamente,
convertirse en cualquier medio de locomoción. Un pequeño vampiro púrpura y un
temible ogro conducen una casa embrujada sobre ruedas, de cuya torre asoma cada
tanto un dragón para darle mayor potencia. La máquina de la bella Penélope
cuenta con labios cromados y alerones en forma de rubia cabellera. No faltan el
tanque para el sargento y el soldado, ni el avión de la Primera Guerra (con
ametralladora y todo) para el barón alemán, ni el sedán de museo para los siete
enanitos (perdón, los siete gánsteres).
3. Si el camino y
la rueda pueden pensarse como extensiones del pie (así lo propuso Marshall
McLuhan en La comprensión de los medios
como extensiones del hombre), ¿no podría pensarse el automóvil como una
extensión del alma del piloto? (Y los dibujos animados como una extensión de la
infancia. O su continuación por otros medios.)
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