Juan
Pablo Zangara
(Especial
para Noticias Veloces)
1. “Desiste,
Alejandro, de intentar imposibles, no sea que por rastrear el abismo te prives
de la vida”. Después de haber vencido a Darío, rey de los persas, el joven hijo
de Filipo dirige a sus hombres hacia los confines del mundo conocido. Primero
decide aventurarse en el inaccesible mar; hace construir una gran jaula de
hierro con una enorme tinaja de cristal (que cuenta con una escotilla) y, una
vez dentro, desciende hasta las profundidades, donde es atacado por un pez
gigante del que se salva raspando. Luego, allí donde el cielo se incurva, manda
capturar dos aves blancas y grandísimas; ordena atarles al cuello un madero con
forma de yugo, hace preparar un cesto con piel de buey, se sube en él y consigue
que los pájaros levanten vuelo: desde lo alto contempla la Tierra como un
diminuto círculo rodeado por una serpiente.
Como si la biografía
histórica no fuera por sí sola sorprendente, el desconocido prosista al que los
filólogos llaman el Pseudo Calístenes registra estas dos aventuras maravillosas
en su fabulosa y novelesca Vida y hazañas
de Alejandro de Macedonia (escrita hacia el siglo III de nuestra era, dónde
si no, en Alejandría). La hazaña submarina y el viaje más allá del cielo, ambos
increíbles para los antiguos, son reproducidos en la versión medieval de esta
fábula, el Libro de Alexandre, esa joya
del mester de clerecía del siglo XIII.
Así que eso de
inventarles acciones extraordinarias a los ídolos viene de bastante lejos.
2. El Gran
Premio de Nürburgring en 1957, maniobrando al filo de las curvas con su
Maserati 250 F, bajando a cada vuelta el récord del circuito, arrollando las
Ferraris de Peter Collins y Mike Hawthorn: ¿hace falta agregar algo al mito de
Juan Manuel Fangio? Liderar todos los grandes premios del campeonato de 1965
con su Lotus y hacerse un rato para ganar (¡ese mismo año!) las 500 Millas de
Indianápolis: ¿hace falta inventarle algo más a Jim Clark? El cuarto lugar en
el Gran Premio de Imola en 1976, sólo seis semanas después de haber recibido la
extremaunción en la pista de Nürburgring, donde había sufrido quemaduras de
tercer grado: ¿hace falta fabular al trazar el retrato de Nikki Lauda?
“¿Por qué, Alejandro,
pisas un suelo reservado a la divinidad?”, graznan al Magno dos aves con rostro
humano. “¡Oh, Alejandro! Tú, que no comprendes las cosas de la tierra,
¿intentas conocer las del cielo?”, le advierte otro ser alado con igual figura
humana. Pero es que eso lo define como tal. El héroe es aquel que desafía los
límites, porque los revela como límites
al cuestionarlos con su impulso incontenible. Los desnaturaliza, los hace
problemáticos (vale decir, sociales e históricos), sienta las bases para
derribar esos límites de la existencia. El hombre común, en cambio, se limita a existir; los límites de la
existencia no representan un problema para él, pues ni siquiera los concibe
como tales.
Estos héroes no saben
detenerse. Todos podrían hacer suyas las palabras que Sófocles pone en boca de
Áyax: “Vergonzoso es que desee larga vida el hombre que no experimenta cambio
alguno en sus desgracias. ¿En qué puede agradar un día tras otro arrimando y
separando de la muerte? No compraría a ningún precio a un mortal que se inflama
en vanas esperanzas. Hermosamente vivir o hermosamente morir es preciso que
haga el bien nacido”.
3. Los
griegos encontraron un nombre para la desmesura del héroe y la llamaron hybris. No hay héroe que escape a ella
–como si su soberbia fuera obra del destino-, como tampoco al castigo de los
dioses, últimos custodios de los límites humanos.
Pero
los héroes suelen ser tan tercos como los supo definir Friedrich Nietzsche en Ecce homo: “La verdadera divinidad
consiste en cometer la falta, no en disponer el castigo”.
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