Juan Pablo Zangara
(Especial para Noticias Veloces.)
1. El mito (al menos como lo
cuenta Ovidio al abrir el Libro Segundo de sus Metamorfosis) dice así:
Helios, el dios Sol grecolatino, señorea en su palacio majestuoso del cielo,
con su manto púrpura y su trono de esmeraldas. Ante él se presenta el joven
Faetón, ansioso por ser reconocido como su hijo. Aunque el dios se lo jura
sobre la laguna Estigia (el compromiso máximo para los dioses), Faetón exige
una prueba extrema: quiere conducir el carro de su padre. “Únicamente yo puedo
conducir el carro de fuego que ilumina el mundo”, le advierte el dios; sabe que
el camino de ascenso no presenta dificultades, pero que cuesta abajo el riesgo
de catástrofe requiere de la mayor experiencia. Experiencia, claro, es lo que
le falta al rookie impaciente de su hijo, que insiste con montar el
carro fabricado por el dios Vulcano, con sus mandos y ruedas de oro, con sus
centelleos de plata.
La Luna y Venus palidecen al ver cómo son
embridados los caballos, que echan fuego por sus belfos, para ser conducidos
por el entusiasmo de Faetón. Poco y nada atiende el joven los consejos del
padre. Poco y nada puede hacer, luego, para dominar cuatro caballos desbocados
que arrastran el carro del Sol por regiones nunca transitadas. Campos y
ciudades, bosques y montañas, ríos y lagunas: todos terminan calcinados. Peces,
animales, seres fabulosos: ninguno sabe dónde meterse para escapar del
desastre. El rookie pide entonces la ayuda de Zeus, padre de todos los
dioses que, como se sabe, es de cólera fácil: desde la cima del Olimpo, fulmina
con un rayo al fallido conductor (doblemente chamuscado); los caballos se
sueltan y corren así en cuatro direcciones distintas.
El atropellado Faetón ha chocado, nomás, la
Ferrari de papá.
2. El vínculo que se forja entre
un piloto y su carro tiene bastante de metamorfosis. En una doble dirección;
pues si la máquina se hace una con un cuerpo, una mente y un corazón (es decir,
si la máquina se humaniza), el piloto se vuelve la parte más sensible de
un mecanismo, y cuanto más mecánico mejor (es decir, el humano se maquiniza).
Como es habitual, el cine de ciencia ficción imagina hace tiempo el conflicto
que esta metamorfosis conlleva. En un extremo podríamos citar, por ejemplo, a Robocop,
el policía revivido como máquina que, sin embargo, guarda en algún circuito un
rastro de lo que fue su corazón; en el otro extremo podríamos citar a eXistenZ,
ese futuro no tan lejano en el que las consolas de realidad virtual se nutren
de la energía almacenada en la espina dorsal del cuerpo humano.
Hay quienes sostienen, como Marshall
McLuhan, que el camino y la rueda deben pensarse como extensiones del pie. Hay
quienes sostienen, como Paul Virilio, que la velocidad es la que produce la
conciencia (y no algo captado por la conciencia).
3. Uno de los aspectos más
fascinantes del mito de Faetón reside, precisamente, en lo que el carro del Sol
fuera de curso genera en el mundo que depende de sus revoluciones. Es algo
parecido a lo que ocurre en el relato que abre las Crónicas marcianas de
Ray Bradbury, “El verano del cohete”: el lanzamiento de un cohete, en enero de
1999, hace que el invierno en Ohio se transforme apenas un minuto después en un
tórrido estío. Como esas carreras que cambian de pronto, para siempre, nuestra
forma de imaginar el mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario