lunes, 14 de abril de 2014

LA PISTA ELÉCTRICA

NOTICIAS VELOCES


Juan Pablo Zangara
(Especial para Noticias Veloces.)


 

1. “En el reino de un niño –escribe María Negroni-, la miniaturización permite conocer el todo antes que las partes y, por tanto, vencer, captándolo a simple vista, lo temible del objeto”. Cuando el tamaño del mundo (y, en especial, el mundo adulto) es reducido como por arte de magia y transformado en un juguete, su misterio permanece, pero se convierte en algo maravilloso y ya no más (o ya no tanto) un entorno de amenazas y temores. Para mejor, ese reino en miniatura puede cargar con las aventuras de la fantasía, donde se aprende a reconocer las formas que irá tomando el deseo.
   “Ese embeleso –sigue diciendo Negroni- persiste en algunos adultos privilegiados”. Así fue como unos tercos grandulones, a fines del siglo XIX, tomaron el símbolo por excelencia del progreso y la modernidad y lo convirtieron en un pequeño mundo a escala 1/32. No sólo había nacido el arte del modelismo ferroviario: con el tren eléctrico en miniatura, la fascinación por las invenciones técnicas se reencontraba con el impulso mágico que florece en el jardín de la infancia. Todo niño que manipula un juguete tiene algo de mago: puede entrar y salir de las cosas, puede mimetizarse con cualquiera de ellas, aferra los secretos del mundo en su mano. Los objetos pierden pronto el significado y la función que parecen atarlos al universo adulto, y el niño los ensambla en los poemas que le dictan la imaginación y el sueño.

2. Fue sobre la base de los trenes a escala (esos con los que vanamente intenta consolarse el reverendo Alegría, acosado por Ned Flanders, en tantos capítulos de Los Simpsons) que, allá por los años ’50, en Inglaterra, nacieron las pistas para los autos a escala. Como el sistema consistía en deslizar el coche por una ranura, que hacía contacto con un dispositivo eléctrico, se los llamó slot cars (slot es el término inglés para esa ranura, o carril, si se prefiere). Entre los años ’60 y ’70, el fanatismo por estas carreras de automodelismo sirvió de inmejorable excusa para que millones de grandulones en todo el mundo siguieran siendo niños. (En 1967, el argentino Horacio Cella se consagró campeón metropolitano y rioplatense. Con su hermano Roberto, habían iniciado la fabricación de carrocerías nacionales en un espacio contiguo a su negocio de repuestos automotor, donde funcionó además la primera pista.)
   Esa fascinación, desde entonces, tiene un nombre eterno: el Scalextric. (Además del sufijo eléctrico, la marca se forma por la conjunción “scale X”, escala X, por la relación de tamaño con el modelo natural. Esta relación se fijó en 1/32 o 1/24.) Cómo no recordar el entusiasmo al armar el trazado de la pista, con sus curvas y puentes; cómo no recordar las peleas para ver quién se quedaba con el coche más rápido; cómo no volver a sentir el pulsador en la mano, la pericia para evitar el fuera de pista, o el cuidado con el que debían acomodarse los cablecitos del contacto, para asegurar el agarre al carril. Todas esas cosas están cifradas en ese nombre.
   Tan simple como eso: conducir con el deseo un autito por una pista eléctrica sin fin. Una réplica imperfecta pero a la vez hipnótica, un recuerdo imperfecto pero a la vez alucinante, de ese anhelo irrenunciable por lograr el movimiento perpetuo.

3. Permutando las letras del Nombre, el rabino Judá León consiguió por fin dar vida al Gólem. No tardó en renegar de esa dudosa maravilla, como un niño que se cansa de un juguete. “¿Por qué di en agregar a la infinita/ serie un símbolo más?”, se dice con angustia. En los versos que cierran la historia, Jorge Luis Borges se pregunta: “¿Quién nos dirá las cosas que sentía/ Dios, al mirar a su rabino en Praga?”. Así como nuestros dedos pulsan el alma del auto que acelera en su carril, ¿no seremos simples cochecitos en el Scalextric divino?

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