Juan
Pablo Zangara
(Especial
para Noticias Veloces.)
1. “En
el reino de un niño –escribe María Negroni-, la miniaturización permite conocer
el todo antes que las partes y, por tanto, vencer, captándolo a simple vista,
lo temible del objeto”. Cuando el tamaño del mundo (y, en especial, el mundo
adulto) es reducido como por arte de magia y transformado en un juguete, su
misterio permanece, pero se convierte en algo maravilloso y ya no más (o ya no
tanto) un entorno de amenazas y temores. Para mejor, ese reino en miniatura puede
cargar con las aventuras de la fantasía, donde se aprende a reconocer las
formas que irá tomando el deseo.
“Ese embeleso –sigue diciendo Negroni-
persiste en algunos adultos privilegiados”. Así fue como unos tercos
grandulones, a fines del siglo XIX, tomaron el símbolo por excelencia del
progreso y la modernidad y lo convirtieron en un pequeño mundo a escala 1/32.
No sólo había nacido el arte del modelismo ferroviario: con el tren eléctrico
en miniatura, la fascinación por las invenciones técnicas se reencontraba con
el impulso mágico que florece en el jardín de la infancia. Todo niño que
manipula un juguete tiene algo de mago: puede entrar y salir de las cosas,
puede mimetizarse con cualquiera de ellas, aferra los secretos del mundo en su
mano. Los objetos pierden pronto el significado y la función que parecen
atarlos al universo adulto, y el niño los ensambla en los poemas que le dictan
la imaginación y el sueño.
2. Fue sobre la
base de los trenes a escala (esos con los que vanamente intenta consolarse el
reverendo Alegría, acosado por Ned Flanders, en tantos capítulos de Los Simpsons) que, allá por los años
’50, en Inglaterra, nacieron las pistas para los autos a escala. Como el
sistema consistía en deslizar el coche por una ranura, que hacía contacto con
un dispositivo eléctrico, se los llamó slot
cars (slot es el término inglés
para esa ranura, o carril, si se prefiere). Entre los años ’60 y ’70, el
fanatismo por estas carreras de automodelismo sirvió de inmejorable excusa para
que millones de grandulones en todo el mundo siguieran siendo niños. (En 1967,
el argentino Horacio Cella se consagró campeón metropolitano y rioplatense. Con
su hermano Roberto, habían iniciado la fabricación de carrocerías nacionales en
un espacio contiguo a su negocio de repuestos automotor, donde funcionó además
la primera pista.)
Esa fascinación, desde entonces, tiene un
nombre eterno: el Scalextric. (Además
del sufijo eléctrico, la marca se forma por la conjunción “scale X”, escala X,
por la relación de tamaño con el modelo natural. Esta relación se fijó en 1/32
o 1/24.) Cómo no recordar el entusiasmo al armar el trazado de la pista, con
sus curvas y puentes; cómo no recordar las peleas para ver quién se quedaba con
el coche más rápido; cómo no volver a sentir el pulsador en la mano, la pericia
para evitar el fuera de pista, o el cuidado con el que debían acomodarse los
cablecitos del contacto, para asegurar el agarre al carril. Todas esas cosas
están cifradas en ese nombre.
Tan simple como eso: conducir con el deseo
un autito por una pista eléctrica sin fin. Una réplica imperfecta pero a la vez
hipnótica, un recuerdo imperfecto pero a la vez alucinante, de ese anhelo
irrenunciable por lograr el movimiento perpetuo.
3. Permutando
las letras del Nombre, el rabino Judá León consiguió por fin dar vida al Gólem.
No tardó en renegar de esa dudosa maravilla, como un niño que se cansa de un
juguete. “¿Por qué di en agregar a la
infinita/ serie un símbolo más?”, se dice con angustia. En los versos que
cierran la historia, Jorge Luis Borges se pregunta: “¿Quién nos dirá las cosas que sentía/ Dios, al mirar a su rabino en
Praga?”. Así como nuestros dedos pulsan el alma del auto que acelera en su
carril, ¿no seremos simples cochecitos en el Scalextric divino?
No hay comentarios:
Publicar un comentario