Juan Pablo Zangara
(Especial para Noticias Veloces.)
1. ¿Quién inventó la rueda? Si diéramos crédito a Platón (y hay quienes
aseguran que toda la filosofía de Occidente no es más que una nota al pie de
sus Diálogos), no cabría hablar de la “invención” de la rueda, sino más
bien de su recuerdo. Antes de existir en este mundo, el alma humana compartía
el universo de las ideas; al atravesar las aguas del Leteo para nacer, esas
ideas se le olvidaron, y la aventura del conocimiento consiste en recordar eso
que sabíamos y que al nacer olvidamos. La aritmética y la geometría (el número
es la clave del conocimiento para los discípulos de Pitágoras), primeras entre
las ciencias, nos recuerdan entre otras cosas la perfección de las ideas y las
formas. La idea misma de perfección puede dibujarse: es, claro, el círculo.
(Cuando las cosas andan bien, ¿no decimos acaso “me salió redondo”?)
El círculo es la forma perfecta de la rueda. Toda rueda aspira a la
perfección del círculo.
2. Hay algo de hipnótico en el giro de las ruedas. La velocidad con la que
rotan en torno de sus ejes y el vertiginoso desplazamiento que producen sobre
la pista hacen de las carreras de motos un espectáculo incomparable. ¿Y quién
no ha experimentado ese efecto óptico con el que las coordenadas de la realidad
parecen tambalear, cuando las ruedas de un automóvil parecen girar al revés?
Vaya uno a saber qué fascina a los niños y las niñas de hoy. Los de no hace
tanto podían pasar horas poniendo en movimiento una pieza tan simple como el
trompo, sólo por la belleza de verlo girar. Por no mencionar la diversión que
todavía les depara cada vuelta de una calesita.
La perfección del círculo y la belleza de las revoluciones celestes
sostuvieron por siglos la astronomía clásica. Qué maravilloso eso de imaginarse
el universo como una fabulosa música producida por el movimiento de las esferas
en el cielo. La divinidad creadora, el primer motor (diría Aristóteles): un mecánico
poniendo a punto los ejes. Y que giren, nomás.
3. Un círculo que gira puede ser también una imagen monstruosa. Puede ser
el remolino colosal que amenaza con engullir con barco y todo al protagonista
del relato de Edgar Allan Poe, “Un descenso en el Maelström”. Puede ser el
remolino en el que se hunde una silueta humana, en la célebre secuencia de
apertura de Vértigo, una de las obras maestras de Alfred Hitchcock. En
muchos cómics, los locos y los borrachos suelen ser dibujados con los ojos
arremolinados, en círculos concéntricos o en espiral. Como en el film de
Hitchcock, ocurre que el vértigo más aterrorizante nace del remolino del alma
humana, esa de la que, según se dice, son espejo los ojos; esas otras ruedas,
acaso más siniestras.
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