Juan Pablo Zangara
(Especial para Noticias Veloces.)
1.
Mírenlos correr. El niño Marc Márquez, el campeonísimo Valentino Rossi, el
temerario Jorge Lorenzo: todos en la categoría Moto GP se hacen uno con la
máquina. La curvatura del cuerpo, en línea con el carenado del prototipo; la
joroba aerodinámica en el traje del piloto; el constante balanceo a uno y otro
lado en las curvas, para la precisión del ángulo de inclinación de la moto.
Todos estos vectores de velocidad son supervisados por la ingeniería técnica en
el búnker de cada escudería. El cuerpo humano no es aquí un apéndice del
aparato, ni tampoco la máquina una prótesis extrema del esqueleto; el ensamble
hombre/ máquina es completo y aspira a la perfección.
(No estaba tan lejos la imaginación de Hans
Giger cuando dotó a su criatura suprema, el Alien
de la película de Ridley Scott, de ese cráneo que semeja un prolongado casco
metálico, con su doble mandíbula, injertado en un cruce óseo entre humano y
reptil. Alienum: extraño, ajeno,
definitivamente otro, sólo puede desarrollarse en el cuerpo huésped del ser
humano. Justo igual que la máquina, esa otredad técnica que se ha vuelto
inseparable de la criatura terrestre.)
2. “El
hombre es una máquina tan compleja que es imposible hacerse desde el principio
una idea clara y, en consecuencia, definirla. El cuerpo humano es una máquina
que compone por sí misma sus resortes; viva imagen del movimiento perpetuo.
Pensamos, somos personas honestas, alegres o valientes; todo depende de la forma
en la que nuestra máquina ha sido montada. Los diversos estados del alma son
siempre correlativos a los del cuerpo. Puesto que todas las facultades del alma
dependen de la propia organización del cerebro y el cuerpo, éstas son
visiblemente esta misma organización: ¡he aquí una máquina bien ilustrada! El
hombre no es más que un conjunto de resortes, todos montados unos sobre otros.
El cuerpo humano es un reloj, aunque inmenso, construido con tanto artificio y
habilidad, que si la rueda que marca los segundos se detiene, la de los minutos
gira y sigue siempre su ritmo, así como la rueda de los cuartos continúa
moviéndose”.
Al entusiasmarse con estas palabras en El hombre máquina (L’homme machine, de 1748), el médico y filósofo francés Julien
Offray de la Mettrie hacía algo más que afirmar su rechazo a la dualidad
alma-cuerpo y la pretensión de que fuera el alma el motor del cuerpo. Se sumaba
a un siglo fascinado por la posibilidad de reducir el mundo a una cuestión de
mecanismos, por reproducir el mundo en la forma de un mecanismo. “Basta
contemplar la ejecución de un violinista. ¡Qué ligereza! ¡Cuánta agilidad en
los dedos! Los movimientos son tan veloces que casi no parece haber sucesión
entre ellos”: para La Mettrie, el conjunto de cuerpo y cerebro (¡fuera,
superstición del alma, fuera!) no era muy diferente de los asombrosos autómatas
de su contemporáneo Jacques de Vaucanson. “Todos los movimientos vitales,
animales, naturales y automáticos son producidos por la acción de los resortes
de la máquina humana”.
3. Lo
que mueve los resortes de esta máquina no es el alma, sino el deseo. Quizá fuera
más acertado hacer lugar aquí al motor del inconsciente, a sus flujos sin
codificar, a su dispersión rizomática; a todo aquello que Gilles Deleuze y
Félix Guattari, en la enredada exposición de El Anti-Edipo, no dudan en llamar las máquinas deseantes. Como en “Niño con máquina” (Boy with machine, 1954), el cuadro de
Richard Lindner, estos pilotos de Moto GP encarnan el sueño maquínico de la
modernidad, allí donde el cuerpo humano se revela como el más sublime de los
autómatas.
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